miércoles, 3 de junio de 2009

La muerte de un lugar

Cuando uno se adentra en uno de esos lugares donde ya nadie espera, uno no puede dejar de preguntarse qué hizo que se escribiese el punto final de ese mundo o, al menos, un punto y a parte además de unos cuantos folios en blanco. Uno recorre calles, entra sin llamar en casas que abren sus puertas añorando el calor humano, se asoma a ventanas que sobreviven milagrosamente al paso del tiempo, llega a esos puntos geográficos donde se palpaba el pulso diario del lugar, pero ya no hay latidos. El agua ya no pasa por el molino, los artilugios de labranza están sepultados bajo los tejados de los corrales, las tenadas ya no guardan nada más que silencios, y las cruces del cementerio son las únicas que, con nombres y fechas, corroboran que hubo un tiempo en el que la vida allí tenía incluso apellidos.

Mirando ese puzzle de piedras y adobes que desafían el paso del tiempo y la ausencia de sus mecenas, uno más que caminar, arrastra los pies y los pensamientos. Y quizá, en esos momentos de nostalgia a flor de piel, uno se pregunta cuándo muere un pueblo, un lugar, o si son como las estrellas que siguen brillando un tiempo aunque ya no haya vida en su interior.


Quizá esa primera gotera de la iglesia que nadie arregla, es el primer síntoma de esa muerte que se aproxima, y nos ronda como buitres alrededor de un animal moribundo,…

Nadie le da la extremaunción, ni certifica la defunción de ese lugar que muere en soledad, que se lleva la historia de los que allí fueron como ese cabo de vela que se ahoga en un mar de cera derretida…